DAR LA PALABRA AL PUEBLO

Una banda terrorista ha anunciado un  alto el fuego permanente. La tierra vasca y la española toda han lanzado un suspiro de alivio, recelosamente esperanzado. Durante muchos años, sus crímenes y graves violaciones de derechos humanos han sembrado el terror y el miedo. Eran sus argumentos para proclamar que hablaban en nombre de la sociedad vasca. Si de verdad callan las armas, podremos entre todos construir una paz justa, nacida del diálogo.

Cierto que están las víctimas, algunas de ellas fuertemente politizadas, o manipuladas por sectores políticos. Es verdad que, como ha dicho el líder de la oposición estatal, tienen derecho a la dignidad, la memoria y la justicia. Pero no seamos hipócritas, hay que reconocer que en la lucha antiterrorista se rebasaron los límites de un Estado de Derecho, Y esos abusos, produjeron otras víctimas, en mucho menor número es cierto, pero que, en su condición de tales, merecen el mismo respeto y reparación. También aquí debe crearse una Comisión de la Verdad, imparcial y con algún representante extranjero, que rescate la memoria, saque a la luz las graves injusticias e impida la impunidad. Tenemos un muy mal precedente: las víctimas de la guerra civil y de la represión franquista posterior sufren todavía el olvido, la ignominia  y la no reparación de aquellos crímenes. Cuando recientemente leíamos el caso de esa concejal del Ayuntamiento de Azcoitia (Guipúzcoa), por el PP, que tiene que sufrir que, en los bajos de la casa en que vive, uno de los asesinos de su marido, después de haber cumplido condena, haya abierto un comercio, hemos de recordar a familiares de asesinados en los primeros días de la guerra que durante tantos años se han cruzado en su pueblo con quien o quienes cometieron los crímenes y ni siquiera fueron juzgados.

Hay dos medidas que nunca debieron tomarse por su ilegalidad o por que daban pié a posibles violaciones de derechos humanos: la política de alejamiento de los presos de sus lugares de origen y el régimen de incomunicación de presuntos terroristas. Si el Gobierno central apuesta decididamente por la pacificación, abolir esas medidas injustas sería un buen primer paso necesario. Otros posteriores deberían ser, si el proceso se consolida, la desaparición de la Audiencia Nacional y la derogación de Ley de Partidos.

Trabajar por la paz exige que ningún  grupo pretenda con ello sacar rentabilidad electoral. Podrá parecer angelismo, esta exigencia, pero ese esfuerzo conjunto es la única medida capaz de medir la cacareada voluntad de superar el terrorismo. Y ese ejercicio de responsabilidad solidaria hay que pedírselo con energía al gobierno central y al de Euzkadi. Sería fatal la divergencia a estas alturas de la historia.

En la superación de todos los conflictos prolongados han intervenido mediadores. Personas o colectivos, imparciales y prestigiosas, que con buena voluntad tratan de aproximar a las partes. Sabemos de un sacerdote irlandés que ha trasladado su experiencia del Ulster al País Vasco. Indudablemente otras serán necesarias. En la Iglesia Católica se ven las posturas divergentes, la del Presidente de la Conferencia Episcopal monseñor Blázquez, ofreciendo la mediación eclesial y la opuesta de los cardenales Rouco y Cañizares.

No se trata de una solución sin vencedores ni vencidos. Debe triunfar únicamente la justicia. En realidad, todos hemos sido vencidos. Hay que llorar muertes, desapariciones, extorsiones, torturas, exilios, miedo y mordazas. Las víctimas, todas, tienen razón; no puede haber impunidad. Hay que reconocer su verdad. Lo mismo que hay que dar salida a quienes, de verdad, deseen abandonar la vía armada.

Otra cosa distinta, aunque en las intenciones esté relacionada, es la cuestión del autogobierno del País Vasco, superando el Estatuto de Guernika. Sobre esto, opino que ETA no puede imponer ni condicionar. Tampoco las víctimas y sus asociaciones. La retirada del terrorismo es el requisito imprescindible para ese diálogo político. Los partidos aquí tienen un papel imprescindible, pero no el monopolio. Es hora ya de que el pueblo pueda hablar. Si se expresa, escucharemos muchas voces, dispares y hasta contradictorias. No debemos escandalizarnos ni lamentarnos por ello. Si sólo se oyese una voz, sería que no se piensa o que la mayoría está callada  voluntariamente o por fuerza. Mala es la mordaza, pero peor el silencio espontáneo ante las cosas importantes que nos atañen a todos. Quien calla en lo decisivo, pudiendo hablar, o no piensa o es un pasota incurable que se expone a sufrir las consecuencias de su omisión culpable.

Oídas las voces, por fin libremente expresadas, de toda la sociedad será el momento de que se sienten a negociar los representantes políticos. Negociación que ha de suponer no el conato de trágalas opuestos, sino un pacto en que todos han de ceder de sus posiciones iniciales, que no pueden ser sagradas ni intocables, para buscar fórmulas estables de convivencia que a la par garanticen las mayores cotas de justicia y libertad para todos.

Pedro Zabala

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