LUCHA DE CLASES, HOY

En el siglo XIX, Carlos Marx, vio en la lucha de clases el motor de la historia. Puso al descubierto, aunque a mi juicio desmesurándolo, algo que los historiadores al servicio de los poderosos habían orillado. El factor económico, los sistemas de producción, originan la estructura social, la cultura y los centros de poder. Su análisis acababa en profecía: el proletariado, la clase obrera, derrocaría a la burguesa y, a través de una etapa intermedia de dictadura, se establecería una sociedad sin clases.

La jerarquía eclesiástica se asustó ante la que consideró una amenaza, por su ateísmo militante y por su insistencia en la lucha de clases que se acentuaría por la toma de conciencia de su situación por los trabajadores, rechazando la alienación a que estaban sometidos. Una de las primeras ideas de lo que luego se llamaría doctrina social de la Iglesia fue la apelación a la concordia entre las clases sociales, porque eso de la lucha les sonaba a odio, incompatible con el mandato del amor.

Todos sabemos lo que realmente ocurrió: el movimiento socialista se escindió. Una parte, la socialdemocracia, repudió el dogma de la dictadura del proletariado, aceptó la vía parlamentaria. Se apoyó en unos sindicatos combativos y pactó con el capitalismo keynesiano en los países democráticos de Europa el llamado Estado del bienestar. Por otro lado, el comunismo, dio a partir de Lenin el salto no marxista de una economía feudal a otra soviética, construyendo en la URSS un régimen totalitario, aplastando a mencheviques, anarquistas y revisionistas que se apartaban de la línea dogmática de los amos de del Kremlin. Se apostó por la revolución en un sólo país. El resto de los países comunistas, salvo los casos de China, Yugoslavia y Cuba en los que triunfó por vía autóctona, fueron gobiernos títeres apuntalados en Europa por las divisiones soviéticas y en Asia por las chinas.

La Unión Soviética fracasó en su intento de disputar la hegemonía a USA. La corrupción interna, la escisión entre la nomenclatura y el pueblo, el desastre de la planificación centralizada y el desarrollismo a ultranza a costa del medio ambiente provocaron el hundimiento comunista, simbolizado en la caída del muro de Berlín. El capitalismo se había quedado sin enemigo y la socialdemocracia vergonzante se dispuso a rendirse incondicionalmente: el petróleo y demás combustibles sólidos ascendieron astronómicamente de precio. Había llegado la crisis económica y el viejo liberalismo emergió con nuevos bríos.

 La lucha de clases que no había desaparecido de la faz de la tierra, ha rebrotado en forma mucho más virulenta y sofisticada. Han cambiado las condiciones de esta lucha. Se ha ampliado la clase de los trabajadores: disminuyen los agrícolas y los industriales y aumentan progresivamente los del sector servicios. Pero su conciencia de clase oprimida ha disminuido considerablemente. Aferrados a un individualismo suicida, compiten ferozmente por las migajas que el sistema les brinda. El campo de batalla de la actual lucha de clases es mundial. Competitividad, globalización y mercado sin trabas son las consignas que los publicistas neocons, intelectuales orgánicos del neoliberalismo, repiten incansables en los grandes medios de comunicación. Personas y pueblos son víctimas de esa gigantesca búsqueda de beneficios para unos pocos. El imperio y las grandes multinacionales imponen su única ley: comercio libre para los países del sur (mientras ellos subvencionan sus producciones e imponen aranceles a las exportaciones de los países atrasados) y propiedad privada de descubrimientos, sostenida por patentes abusivas. Las élites corruptas del tercer mundo amparadas por el capitalismo del norte aseguran el mantenimiento de este sistema de explotación.

  En la estrategia de esta lucha de clases, la llamada flexibilidad laboral ocupa un lugar central: sustitución de convenios colectivos por contratos individuales; precariedad en los empleos; prolongación de la jornada laboral sin incremento de retribución; contención o disminución de salarios; abaratamiento o gratuidad de los despidos; externalización de múltiples tareas,  a través de empresas auxiliares o subcontratas. A ello debe unirse el fenómeno de la deslocalización  de empresas, en busca de países para aprovechar trabajos semiesclavos, en muchos casos de niños. A ello, hay que unir la represión sindical en casi todos los Estados del mundo o la domesticación de muchos de los que se dicen libres.

 Privatizar es otra de las consignas neoliberales, en nombre de la eficiencia y de la libre competencia (que no dudan en violar a través de fusiones de empresas o de OPAS en ciertos casos hostiles, para asegurarse posiciones de oligopolio o monopolio total). Una vez liquidadas las empresas industriales públicas, ahora reclaman, y en bastantes países lo han conseguido ya), sacar las pensiones, la sanidad y la educación del sistema público para entregarlas a la voracidad capitalista, en detrimento de su calidad, su universalidad y su costo. Esta lucha de clases ha convertido la vivienda, un bien de primera necesidad en un objeto de inversión especulativa, a costa de las necesidades de muchísimas personas, del destrozo de la naturaleza y de la posible inversión en sectores más interesantes para el conjunto social. Además pugnan por despojar al agua potable de su condición de derecho natural para todas las gentes y entregarla al agio de las multinacionales.

 Estas son, en resumen apresurado, algunas de las lacras de la lucha de clases que una minoría ha emprendido contra el resto de la humanidad. ¿No merece una condena ética mucha grave que la que antaño se lanzó contra el marxismo con este argumento?

Pedro Zabala Sevilla

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