LA CRISIS DE LAS NACIONES POLÍTICAS

Los mitos están ahí y producen sus efectos en la historia de los humanos, sus inventores, en tanto en cuanto haya quienes modulen sus vidas según ellos. Hay quienes los viven de forma inconsciente y otros que los convierten en ídolos, adorándolos fanáticamente. Son muy pocos los que hacen el esfuerzo de relativizarlos, sometiéndolos a un análisis racional.

Uno de los mitos más poderosos fue el de las naciones políticas cuya aparición en Europa marcó el tránsito del Antiguo Régimen a la modernidad. Su nacimiento fue fruto de  de un conjunto de factores, uno de los cuales, y no de los menores, fue el religioso, lo que explica la facilidad con la que al producirse la secularización, se convertiría para muchos en una religión civil.

El gran argumento ideológico de las naciones políticas revolucionarias fue acabar con la opresión de las monarquías absolutas y las discriminaciones sociales por razón del nacimiento. Imperio de la ley e igualdad ante ella fueron sus principios inspiradores. Un nuevo sujeto político, el individuo, ente abstracto y solitario, había surgido en la historia, dotado de unas libertades civiles y políticas, vertebradas por la concepción  del derecho sagrado a la propiedad privada. Nada debía interferir entre el Estado, heredado del absolutismo, y los individuos, cuya expresión conjunta es la nueva soberanía nacional, a quien se atribuye la titularidad de aquel. Ese individuo cosoberano recibe ahora el calificativo de ciudadano en oposición frontal al extranjero, siempre sospechoso de enemigo. El mito había triunfado, aunque los no contribuyentes adinerados y bastante más tarde las mujeres tuvieran vedado durante muchos años el acceso a la plenitud política.

Este mito revolucionario parecía estar alejado de cualquier pretensión identitaria. Pero la realidad jacobina era completamente distinta. Había que homogeneizar la nación, implantar un único idioma oficial, manipular la historia para adoctrinar a las sucesivas generaciones en un sentido unitario. Las guerras napoleónicas prepararon el camino para el surgimiento, en su contra e imitación, de otras naciones europeas. El ejército y las guerras fueron decisivos en la configuración de las conciencias nacionales. Ya no eran mercenarios, sino con el servicio militar obligatorio, el ejército se convirtió en “la nación en armas”. Y las guerras perdieron su anterior espíritu caballeresco, sujeto a normas y ritos ancestrales, para trocarse en el intento de destrucción total del enemigo, la nación rival,  en cuya oposición adquiere sentido la propia. Sánchez Ferlosio ha descrito magistralmente este sentido catártico de las contiendas: “La guerra es el momento de  exaltación y euforia de los pueblos, de su autoafirmación y autocumplimiento, pues el antagonismo es la raíz de toda identidad…Identidad es negación, execración y destrucción del otro y el otro es siempre el malo sobre quien se expulsan y proyectan todos los propios demonios interiores”. Y en cuanto el servicio militar obligatorio, “las sucesivas generaciones que van al matadero toman el nombre de reemplazos”.  Y recuerda la anécdota de Napoleón que ante  el gran número de soldados franceses que yacían muertos tras una batalla, dijo “Todo esto lo remedia una noche de París”.

Sólo el cinismo político de la conquista del poder explica que, hoy, en la posmodernidad se exulte apasionadamente con este viejo mito de la nación política. Hoy está en crisis: y no son sólo los arcaicos  nacionalismos periféricos; están además  el turismo de masas que trasciende las fronteras, las olas de emigrantes del sur, la globalización de las multinacionales, el repudio generalizado de la mili que nos ha devuelto a las mesnadas mercenarias, las integraciones supraestatales, el terrorismo internacional, Internet…

Pedro Zabala Sevilla

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