ES  HORA  DE  DESPERTAR

Estamos adormecidos. Vivimos sin vivir en nosotros, mas no en el sentido que empleaba Santa Teresa en sus célebres versos. Atomizados, encerrados en nuestra concha egoísta, parecemos niños que sólo buscan el juguete inmediato que nos distraiga. No hemos aprendido a pensar, a analizar críticamente el mundo que nos rodea. Alardeamos de ser libres y vamos como borregos hacia la satisfacción perentoria que nos han marcado desde fuera. ¿Exageración?. Si abrimos nuestros ojos y oídos a la sociedad en que vivimos, nos encontramos que ese es el horizonte vital para la mayoría de nuestros contemporáneos. Sólo pequeñas minorías se niegan a aceptar ese pasotismo generalizado, hacen preguntas, son capaces de mirar más allá de su ombligo, se niegan a que manipulen sus vidas de las que quieren ser protagonistas, y creen que la libertad no nos la regala nadie sino que se conquista día a día en brega constante y que sólo en esa lucha se halla la felicidad auténtica y limitada que podemos conseguir en esta vida.

 Hay quien piensa que no hay nada nuevo bajo el sol, que los aconteceres humanos son siempre los mismos o parecidos. Otros creemos que, si bien las pulsiones básicas son constantes, los modos de vivirlas varían mucho de una época a otra. Es cierto que siempre han sido minorías las que han impulsado la historia, las que se han atrevido a innovar, las que han empujado el carro del progreso, las que han osado plantar cara a los tiranos de turno, aunque luego los demás se hayan aprovechado de su empuje y sigan las sendas que esos héroes abrieron. Sin remontarnos a épocas más remotas, si echamos la vista a los tres últimos siglos, nos daremos cuenta de que las revoluciones políticas y sociales que en ellos tuvieron lugar fueron iniciadas por aquellos burgueses ilustrados de América o Francia en contra del Antiguo Régimen o por las diversas corrientes del movimiento obrero contra un capitalismo rapaz. Claro que sus conquistas no convirtieron el mundo en Jauja, que tuvieron junto a abundantes luces innegables sombras, que el progreso material conseguido ha sido acompañado de un empobrecimiento espiritual notorio,  que las conquistas logradas en Occidente lo fueron en muchos casos a través de diversas formas de colonización del tercer mundo, que brutales guerras y nuevas formas de refinado terror  se han prodigado en demasía. Pero algo alentaba en los oprimidos, la esperanza de que su situación podía mejorar, no por condescendencia de los poderosos, sino como fruto de su rebeldía si eran capaces de formar uniones combativas de resistencia.

 Y actualmente, ¿cuál es la situación?. Opino que se ha producido masivamente una desmovilización de las conciencias. La dualización del mundo entre una minoría opulenta que acrecienta progresivamente sus fortunas se acompaña del empobrecimiento relativo, y en mucho casos también en términos absolutos, de la gran mayoría de la población. Aumentan los pobres sí, pero  en su mayoría ya no luchan,  se resignan egoístas y medrosos al sistema, del que sólo esperan llegar cada uno hacia esos puestos privilegiados que envidian. Han aceptado sus valores y admiten sin cuestionar la lógica de unas estructuras que los esclavizan. ¿Cómo se ha producido esa pérdida de la solidaridad, esa búsqueda de un futuro mejor para todos?. Esa interiorización de la derrota colectiva, del sálvese el que pueda, tiene varias concausas a las que me voy referir someramente, dejando de lado otras no menos importantes que se refieren a las vicisitudes históricas del último tercio del siglo XX.

 Para empezar me voy a referir a la innegable crisis de la familia. La que conocimos en nuestra niñez no era tampoco la ideal, tenía graves defectos. Pero actualmente asistimos a la desestructuración de la misma que tiene como causa principal –a mi juicio– el acceso masivo de la mujer al trabajo exterior sin que, por un lado, el varón comparta igualitariamente la educación de los hijos y las tares domésticas, y sin que, por otro, se hayan  adecuado las estructuras empresariales que impiden la conciliación del trabajo con el hogar. El resultado es que el papel de la familia en la primera socialización de los niños y en la transmisión de valores se ha reducido enormemente.  Y cuando los padres han aceptado el individualismo posesivo y consumista  en su vida real, aunque prediquen lo contrario, ¿qué se puede esperar?.

 Las instituciones de enseñanza tienen también su responsabilidad. En sesudos informes para la Unión Europea se definían como sus fines principales: educar para conocer, educar para hacer, educar para vivir juntos y educar para ser. Mi juicio es de lo más negativo en todos sus aspectos: se conoce menos, pues se ha reducido drásticamente el estudio de  las Humanidades, con lo que la capacidad de pensamiento propio y crítico no se desarrolla; la creatividad personal no se impulsa en un sistema que no estimula el esfuerzo y parece como si el aparcar a los niños y adolescentes en centros vigilados durante bastantes horas diarias y la mayoría de los meses del año fuese el objetivo principal; las prácticas de una convivencia respetuosa no se imponen, por la desmoralización de buena parte del profesorado y el mal ejemplo de algunos; y ¿quién se preocupa de forjar personas y no competidores compulsivos cuyo objetivo primero en la vida sea el poseer?.

 Hemos de referirnos a los medios de comunicación que, en gran medida,  ya no son vehículos de información veraz e indagadora, sino instrumento de grupos financieros que, en régimen de oligopolio secuestran la libertad de expresión, atornillan a los periodistas y difunden el dogma del pensamiento único de que fuera del neoliberalismo no hay alternativa y que los daños colaterales que produce en su arrollador avance son sólo eso, algo inevitable y pronto superados por la desregulación de la economía y del mundo del trabajo. Las nuevas tecnologías, televisión, Internet y demás juguetes electrónicos que podrían ser con otro objetivo, formidables instrumentos de educación permanente en valores auténticos, convierten a los ciudadanos en sujetos pasivos y maleables.

 El trabajo indecente, el paro estructural, los sueldos de pobreza, el alargamiento de la jornada laboral, la presión constante por aumentar la productividad, el anquilosamiento sindical,  la externalización de los costos y de sectores de la empresa, la presión sobre los proveedores locales, la pauperización de la agricultura tradicional y la destrucción de las comunidades rurales reducen al trabajador a máquina sustituible. La otra gran área de la economía, el consumo es motivado constantemente por una publicidad que nos convence de que necesitamos tantas cosas superfluas, cuya posesión aumentará nuestra felicidad y nos permitirá igualar o superar el tren de vida de nuestros vecinos. Y cómo la gran mayoría no dispone del dinero para comprarlo, vendrán las instituciones financieras a engañarnos con sus créditos a largo plazo y aparentemente fáciles de pagar (hasta que llega la crisis, claro).

  En esta coyuntura, ¿puede extrañarnos que la mayoría  haya adoptado pasiva y borregamente los valores del sistema?. Todo ello agravado por el miedo colectivo: a perder el trabajo o a no conseguirlo, a la violencia callejera, a los desastres climatológicos, miedo sobre todo a ese terrorismo indiscriminado y suicida que amenaza a todos. Y se reclama seguridad por encima de todo, se renuncia al ejercicio y garantías de las libertades que nos permiten ser personas. Claro que hay también minorías que resisten, que repiten machaconamente que otro mundo es posible, que hay otros valores de fraternidad y austeridad que nos permitirán hacer un planeta habitable para la especie humana…

Pedro Zabala Sevilla

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