¿SECESIÓN DE CATALUÑA?

29-09-2012

Más de un amigo, desde hace días, me está incitando a que escriba sobre el tema. Noto una cierta resistencia a hacerlo. No porque me parezca intrascendente, ni mucho menos. Pero sé que muchas veces se abordan las cuestiones nacionalistas desde el calentón de las tripas y sin un mínimo de racionalidad. Y uno ha de empezar confesando que no es ni nacionalista periférico, ni español. Y estoy convencido de que unos y otros nos han llevado a este trance.

Recordaré nociones elementales: la nación política española tiene una fecha de nacimiento: 1812. Y un documento consagratorio: la Constitución llamada la Pepa, por la fecha de su aprobación: 19 de Marzo. A partir de ese momento, eran sus propósitos confesados, ya no habría más castellanos, catalanes, andaluces, etc., sino que todos seríamos únicamente españoles. Los de aquí y los de ultramar: americanos y filipinos.

Se copió el modelo revolucionario francés en su versión triunfante, la jacobina. Un Estado unitario y centralista, con un idioma único, un único derecho, una única soberanía, la de la nación revolucionaria y sobre todo un único mercado. El nacionalismo español, ideología de la burguesía mercantil, había conquistado el poder y ahora se trataba de modelar la nación española, a imitación del vecino Estado. El sentimiento patriótico, encrespado en la guerra de la Independencia, se oponía al invasor, pero aceptaba sus ideas. Y como todo nacionalismo que se precie, hay que buscar un enemigo foráneo, nuestras potencias rivales, Francia y Gran Bretaña, culpables de todos nuestros males. Y unos traidores internos, falsos patriotas, entonces los partidarios de José Bonaparte, el Pepe Botella.

Pues, ¿qué éramos antes de convertirnos en nación política? Un Imperio, aglutinado en torno a dos ejes: la unidad religiosa garantizada por la Inquisición y la fidelidad al mismo rey. Claro que ese imperio estaba escindido originariamente en dos sistemas jurídico-políticos: la corona de Castilla (con las excepciones de Navarra y las provincias vascas) y la de Aragón. El advenimiento de los Borbones, después de la guerra de Sucesión, suprimió las instituciones propias de Aragón, Baleares, Cataluña y Valencia. Únicamente Navarra y Vascongadas conservaron su régimen privativo porque habían apoyado a Felipe V. En ultramar, los criollos tenían vedado el acceso a cargos públicos, reservado a españoles.

El trágico siglo XIX español con el absolutismo de Fernando VII, la sublevación liberal de Riego, los 100.000 hijos de San Luis, las guerras carlistas, los vaivenes políticos entre moderados y progresistas,  el destronamiento de Isabel II, la 1ª República, los golpes de estado, la restauración alfonsina, revelan las dificultades de implantar la nación política en España. Y hemos de reconocer que la nación política, nacida en 1812, sólo triunfó en parte. La España de ultramar acabó levantándose contra el dominio español. Y surgieron repúblicas independientes, obra de las burguesías criollas. La derrota española en la guerra con USA pusieron bajo control yanqui las islas Filipinas, Puerto Rico  y Cuba. En aquellas islas asiáticas el puesto dominante del idioma español fue ocupado por el inglés. Puerto Rico pasó a ser un Estado Libre Asociado de la Unión. Cuba llegó a conquistar su independencia, pero Guantánamo sigue bajo dominio norteamericano.

Tampoco en la parte europea de la nación española, el triunfo del nacionalismo  central fue completo. Quiso acabar con la pluralidad lingüística, los idiomas romances catalán y gallego, el pre-indoeuropeo euskara, las habla astur-leonesas y altoaragonesas e incluso las formas dialectales del idioma oficial e inculcar un sentimiento de pertenencia a esa nación política. Los instrumentos de esta nacionalización forzada fueron la enseñanza y el servicio militar obligatorios. Pero, por reacción, provocó la aparición de tres nacionalismos centrífugos, catalán, vasco, gallego, inspirados en los movimientos europeos del romanticismo político. Como tales nacionalismos tienen, como todos, sus mitos, sus ritos, sus banderas, sus historiadores serviles, su enemigo (la España opresora) y sus traidores (sus compatriotas que no comulgan en su nacionalismo). 

Sabemos cual fue la deriva de la pugna entre el nacionalismo español y los periféricos, a lo largo de los siglos XIX y XX. Una pugna entrecruzada de treguas y transacciones. La industrialización de Cataluña y el País Vasco, llevó a sus burguesías a una ligazón estrecha con los latifundistas castellanos y andaluces, para implantar un sistema aduanero proteccionista, De ahí, el apoyo que  los partidos políticos catalanistas y vasquistas daban a menudo al gobierno central a cambio de sustanciosas ayudas para sus intereses económicos.

Tras la última guerra civil,  el régimen franquista que basaba su ideología en un hipernacionalismo centralista, disfrazado de una retórica revolución nacionalsindicalista, no dejó de apoyar el poder económico de Cataluña y País Vasco, contrapesado con la creciente industrialización de Madrid. El desarrollo económico del tardofranquismo, hizo que la emigración de campesinos a esos focos de atracción superara la anterior hacia Europa. Esto hizo que la población no autóctona de esos territorios aumentara considerablemente, con problemas para su asimilación lingüística y política.

La llamada modélica Transición desde la dictadura a la monarquía parlamentaria, definida en la Constitución vigente, no dejó de ser una transacción entre los poderes fácticos del franquismo y las emergentes fuerzas políticas, entre el capitalismo y los intentos de humanizar la economía y entre el nacionalismo español y los periféricos. La mayoría del pueblo español la aprobó, movida por el miedo colectivo aún no superado y la esperanza de un futuro en paz. Pero no deja de tener en su mismo texto legal ambigüedades, contradicciones y lagunas sobre la forma territorial del Estado que podrían provocar en el futuro problemas graves, como así ha ocurrido.

Hay un factor clave que agrava el problema: la ley electoral tendente a facilitar un sistema de bipartidismo alternante, la concepción patrimonialista del Estado y el hecho de que los partidos políticos se hayan convertido en la mayor agencia de colocación de todo el territorio español, para sus afiliados y simpatizantes, en todos los escalones del Estado de las Autonomías que han montado, con su multiplicidad de administraciones. Y con privilegios desmesurados para los responsables políticos en remuneraciones, dietas y jubilaciones. Como, a menudo, los dos partidos dominantes necesitan apoyos para conservar el  el poder o realizar propuestas concretas, no dudan en solicitar o aceptar el apoyo de los nacionalismos catalán y vasco que hábilmente lo facilitan o deniegan en función de sus intereses.

Nuestro falso crecimiento económico español se basaba principalmente en la burbuja económica. La casi totalidad de los partidos políticos, al socaire de la misma, cayeron en tramas de corrupción, sin que su electorado les sancionara por ello. Y sólo solían llegar a la esfera penal, cuando en vísperas electorales, el partido dominante presionaba contra sus rivales. La corrupción servía tanto para el enriquecimiento de las personas comprometidas, como para la financiación del partido. El sistema financiero quedó pervertido en dos direcciones: el control político de las Cajas de Ahorro y el endeudamiento de los partidos respecto de los grandes bancos que dio lugar a la permisividad del Banco de España respecto a sus prácticas abusivas. Y así hemos llegado a la situación actual de crisis: déficit presupuestario del Gobierno Central, Comunidades Autónomas y demás entes locales; paro creciente; falta de financiación para las actividades empresariales; deuda externa elevada con sus intereses crecientes.

Además estamos en la Unión Europea y en el euro. Un mercado único con importantes divergencias fiscales, y jirones de soberanía en el terreno económico que han pasado a depender de órganos escasamente democráticos. Nos obligaron a modificar urgentemente la Constitución, con el acuerdo de los dos partidos dominantes, para imponernos la obligación de ajustar nuestro sistema presupuestario a un control estricto del déficit. Los ciudadanos españoles, como contribuyentes y consumidores, vamos a rescatar a la banca y a los frutos del despilfarro de los políticos nacionalistas, sean españoles o periféricos.

En estas, el nacionalismo catalán, a la que vez que reclama  del Gobierno Central un importante rescate para su elevado déficit, proclama un derecho a un referéndum de autodeterminación, convoca elecciones anticipadas y lanza el desafío de la posible declaración de un Estado catalán independiente, dentro de la Unión Europea. (¿No se repite la historia con la proclamación de ese Estado en 1934 y la respuesta del Gobierno central proclamando el estado de guerra? Claro que las circunstancias no son las mismas).

¿Es esto posible? Constitucionalmente, no. Un referéndum de esa naturaleza sólo lo puede convocar el Gobierno central. Y la independencia implica una modificación de la Constitución con intervención del Congreso de los Diputados y posterior referéndum de todos los ciudadanos españoles. Otra pregunta: ¿podría contra la voluntad del Estado español ser miembro de la Unión Europea una Cataluña independiente? Kósovo fue reconocido independiente de Serbia con  el voto en contra de España. La separación de checos y eslovacos, de común acuerdo, permitió su ingreso pacífico en la Unión. Es posible que se dé en Escocia un referéndum para su independencia: lo están negociando el gobierno británico y el escocés. Supongo que en estos tiempos de globalización y de merma de los Estados nacionales, las decisiones no se toman ya en su seno: ¿Qué les garantiza mejor a nuestros acreedores para cobrar un Estado español no roto o disgregado en Estados separados? Es hoy la pregunta clave. Y puesto a formular una interrogante más casera: ¿Qué pretende con este desafío CIU? ¿Por qué se me ocurrirá una respuesta doble: conservar el poder y sacar más dinero?

 

Pedro Zabala Sevilla

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