CORROMPIDOS, CORRUPTORES Y ... ENVIDIOSOS

Hemos oído muchas veces que la envidia es el típico pecado capital de los hispanos. No sé si es cierto o lo compartimos con otros pueblos. Pero desde luego aquí, en nuestra tierra, abunda y mucho.  Lo importante es saber qué envidiamos del prójimo. Porque el motivo de nuestra envidia nos revelará cuáles son nuestros valores dominantes. Puestos a envidiar, podríamos hacerlo de la bondad, del espíritu de superación, de la preocupación por los demás, del gusto artístico, de la formación cultural, de tantísimas cosas... La envidia pude suscitar el espíritu de emulación, intentar parecernos a aquellos que suscitan ese sentimiento. Claro que habrá quienes no denominen a esto envidia, sino admiración que es un sentimiento positivo. Seguramente a la envidia suele llamársela pecado y capital, porque va acompañada de rencor hacia la persona o personas envidiadas y así llevarnos a entristecernos con su dicha y a alegrarnos de sus desgracias.

 ¿Qué ocurre cuando lo que envidiamos es la riqueza acumulada?. Pues que ese es el valor dominante y la causa de la atracción que suscitan las personas que acaparan ingentes sumas dinerarias. Y cuando la obsesión por esos tesoros llega a cegarnos, nos olvidamos totalmente de la ética necesaria, tanto en la forma de adquirirlos, como en la de usarlos. 

 Cuando el dinero es el valor dominante en una sociedad y la envidia suscitada por él su vicio más relevante, tenemos el mejor caldo de cultivo para que la corrupción florezca a todos los niveles. Si lo que realmente importa es enriquecerse, sin importar cómo ni para qué, cualquier medio para alcanzarlo nos parecerá válido. No discutiremos su legitimidad y en cuanto a su legalidad, sólo nos preocupará en la medida en que puedan demostrar que nos hemos apartado de ella o la hemos quebrantado. ¿Y quiénes son los que mejor pueden bordear la ilegalidad o incurrir en ella sin que les alcance el peso de la justicia?. Los que tienen el poder, bien sea para legislar, o para administrar o para aplicar la justicia. Y además aquellos que están próximos a él, porque les han facilitado el acceso al mismo o con sus influencias pueden condicionar su ejercicio.

 Se está extendiendo una falacia: Afirmar que una democracia es más proclive a la corrupción que un sistema autoritario. Para creerlo, hay que estar cegato o interesado. Los regímenes más corruptos hoy son precisamente los más tiránicos, en los que una persona, una familia, una camarilla ejerce un poder omnímodo, impidiendo que sus depauperados súbditos disfruten de libertades que les permitan protestar y oponerse a sus injustas expoliaciones, muchas veces acompañadas de sangrientas represiones. Cierto que hay democracias corruptas en los que el nivel de fango inmoral es elevado. Leyes electorales injustas para favorecer al partido o partidos, beneficiarios del sistema, prolongan esa situación. Suele coincidir con países en que no se ve a la ley como expresión objetiva de una razón de justicia -aunque sea limitada, como todas las obras humanas- sino como fruto de un voluntarismo arbitrario, cuyo cumplimiento está a merced de si me gusta o no y de las facilidades para eludir las consecuencias de su incumplimiento. Esta falta de respeto a la ley no suele darse en los países donde predomina la mentalidad protestante, mientras que en los latinos, de mayoría católica, no ha calado el respeto a la norma. ¿Coincidencia o no?.

 Una democracia, aunque sea a medio gas, como la que tenemos en España, puede facilitar la corrección de la corrupción. Para empezar, si existe una real libertad de información, a través de la cual puedan denunciarse los casos que se produzcan. Pero, lo triste es que, desde los años de la transición, nuestra libertad de información se ha mermado considerablemente. La concentración de los medios en manos del gran capital es evidente. Las páginas de investigación periodística casi han desparecido, siendo sustituídas por las dedicadas a desnudarnos las intimidades de esos personajillos que llaman famosos. Ya no se trata de encontrar la verdad de lo que pasa y de comunicarla, sino de aumentar los beneficios a toda costa. Luego está la simbiosis entre medios y políticos: cada uno informa de los chanchullos emergentes de los rivales de sus afines y minimiza los de éstos.

 El que el poder judicial funcione con auténtica independencia es otra y la mejor garantía contra la corrupción. Pero si le regatean medios, no se agilizan las leyes procesales y encima hay proyectos de reforma que traslada la instrucción al ministerio fiscal, sujeto a la obediencia jerárquica, la persecución de los delitos de corrupción quedará a merced del gobernante de turno.

 Las reformas de la Ley del Suelo, permitiendo la edificación en toda clase de terrenos, a través de las recalificaciones del suelo, propició la burbuja inmobiliaria y las extensos casos de corrupción en las concejalías y consejerías de urbanismo. Constructores y políticos se enfangaron en prácticas corruptas, para financiar partidos y para enriquecimientos personales. Y la envidia de muchos ciudadanos no les llevó a denunciarlos, a dejar de votarlos, sino a ampararlos y a lamentar no estar en su situación.

 Bienvenidas les leyes de transparencia y los pactos anticorrupción, ¿pero alguien cree que sin una profunda regeneración ética de la sociedad y la implantación de tajantes medidas como la responsabilidad civil subsidiaria de los partidos en los casos de corrupción de cualquiera de sus miembros, esto tendrá remedio?

Pedro Zabala Sevilla

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