CURIOSO CONTRASTE

Con el título A MÍ SÍ ME IMPORTA hace tiempo que escribí un artículo comentando y, en parte, criticando otro del profesor Leopoldo Abadía que empezaba contando la duda de un amigo suyo, muy preocupado por el futuro de sus nietos, por lo que no sabía qué hacer si dejarles herencia para que estudien o gastarse el dinero con su mujer. La respuesta del profesor, muy gráfica, sobre el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos o a nuestros nietos, era una contestación rápida, de la que decía estar cada vez más convencido: ¡y a mí, ¿qué me importa?!.

Comparto con el profesor Abadía la idea de que la formación de los hijos es responsabilidad fundamental de los padres. Pero, en los tiempos en los que vivimos esa responsabilidad, más que antaño, debe ser compartida por la escuela y la sociedad entera. El dicho africano de que la educación del niño es tarea de toda la tribu es clarificadora.  Sí, más importante que el qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos, es qué hijos vamos a dejar al mundo. Pero no conviene olvidar la relación recíproca que existe entre el individuo y la sociedad. Es importantísima la influencia que ésta ejerce sobre cada uno de nosotros y la que todos juntos efectuamos sobre ella.  Por eso la educación puede ser meramente para competir  en un esfuerzo personal según la perspectiva capitalista, depurada de los vicios especulativos que han conducido a la crisis actual, como señala el sr. Abadía o para mostrar la senda de la cooperación responsable. Nuestra conducta cívica sirve para mejorar o empeorar la formación de nuestros hijos.  ¿Qué ejemplo han visto en ella: un  pasotismo egoísta y medroso con un aprovechamiento gorrón de los servicios públicos, o un esfuerzo solidario y quizá quijotesco?. Nuestra responsabilidad como educadores abarca nuestra responsabilidad con el planeta y se extiende  a nuestros hijos, a nuestros nietos y a las generaciones venideras.

A mí sí me importa el mundo que vamos a dejar a nuestros descendientes. Va a ser duro y difícil, seguramente mucho peor que el que nos encontramos nosotros. Con más medios tecnológicos y menos posibilidades para la mayoría de la población. Ese mundo les va condicionar la búsqueda de su felicidad. Puede facilitarles su crecimiento como personas libres, o sea responsables, o su hundimiento en la condición de esclavos dependientes.

Hace poco ví en un programa televisivo llamado Redes, la entrevista que Eduardo Punset hacía a una primatóloga británica. Le pidió que explicase las diferencias en la organización social entre chimpancés y bonobos, nuestros parientes zoológicos más próximos, con los que compartimos más del 95% de los genes. En los chimpancés, domina el macho más fuerte, tienen una jerarquía rígida, la agresividad competitiva es constante, tanto del grupo como con los otros chimpancés con los que se encuentran, la actividad lúdica se reduce a los primeros años y las crías están expuestas a la violencia de los adultos. Mientras que entre los bonobos, las jerarquías son mucho más flexibles, hay un dominio de las hembras mayores que cuidan tanto de sus hijos como de los hijos de éstos, los juegos son constantes en todas las edades y la cooperación es la regla tanto de su propio  grupo como con otros con los que pueden interactuar. 

Si repasamos la historia humana, ¿a quiénes nos hemos parecido más a los chimpancés o a los bonobos?. La que cuentan los anales de los vencedores es precisamente la del egoísmo depredador y competitivo. Pero si hemos llegado hasta aquí, es porque debajo de eso, ha habido unas conductas calladas de cuidado y cooperación, la mayor parte a cargo de mujeres. Lo tremendo de esta hora histórica es que por la senda de la competitividad podemos llegar a suicidarnos como especie y nos estamos cargando la biodiversidad y alterado el equilibrio climático. ¿No debe ya la otra mitad de la familia humana, las féminas, con su sensibilidad para el cuidado de las generaciones futuras, acceder directivamente al espacio público del que han estado secular e injustamente apartadas?.

Pedro Zabala Sevilla

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