MIS PEQUEÑAS EXPERIENCIAS DOCENTES

 

Confieso que la docencia ha sido siempre mi gran vocación. Solo la he podido desarrollar a muy pequeña escala. ¿Por falta de oportunidades o de aptitudes? Quizá de ambas cosas.

Pero cuando alguno de mis antiguos alumnos, de cuyo nombre en la mayoría de los casos no puedo acordarme, me encuentra por la calle y después de saludarme, me da las gracias por lo que aprendió en mis clases, no puedo dejar de sentir una satisfacción íntima. Y pensar que quizá no lo hice tan mal.

Cursé por libre mi estudios de Derecho en la Universidad de Zaragoza. Era, como todas las de la época, -salvo escasas excepciones de algunos de su profesores- bastante mediocre, pues los mejores docentes estaban exiliados por las Américas.

Años después realicé los cursos del doctorado. Quería haber hecho la tesis en la materia de Filosofía del Derecho, por la que me inclinaba. Pero hacía años que la cátedra en la ciudad cesaroagustana, estaba vacante. Así que no pase de mi licenciatura.

Como había que buscarse el cocido, oposité a la Administración Pública del Estado, a su Cuerpo Superior.  Y después de un curso de prácticas en Alcalá de Henares, fui destinado a Zaragoza. Ciudad de la que guardo un recuerdo muy entrañable. Ahí nacieron mis hijos e hice grandes amigos.

Mis primeros pinitos docentes fueron en esa ciudad. En una Escuela de Mandos Intermedios que fundó y dirigía un jesuíta, Angel Lahoz, fallecido hace bastantes años. Daba clases de Relaciones Humanas que me sirvieron para contactar con trabajadores. Algunos mayores, procedentes del anarquismo y otros, jóvenes que empezaban a militar en las recién aparecidas Comisiones Obreras. Además, daba cursillos a funcionarios de la Administración estatal.

Había un Centro de los jesuitas, denominado Pignatelli, en el que colaboré desarrollando charlas y cursillos. Además de las que daba en Colegios Mayores Universitarios de temas político-sociales.

Regresé a Logroño, mi ciudad natal. Al crearse el centro Asociado de la UNED, la Universidad Nacional a Distancia, empecé a dar clases en la misma. De Derecho Natural -luego convertida en Teoría del Derecho- Filosofía del Derecho, Historia del Derecho y algunos años de Derecho Canónico -transformada posteriormente en Derecho Eclesiástico del Estado-.

Al empezar el curso, a los alumnos del primer curso, les dirigía esta advertencia: esta asignatura no os servirá para ganar dinero. Pero os puede dar una idea de la justicia, de para qué debe servir el derecho. ¿Se puede ser un buen jurista sin esa guía en el ejercicio profesional? 

Así pude realizar con pasión mi vocación docente. Recuerdo cómo intentaba proyectar las cuestiones teóricas que explicaba hacia temas candentes y polémicos de actualidad. Y alentaba discusiones francas sobre ellas. Muchos días, al acabar las clases, un pequeño grupo nos íbamos a tomar unas copas y proseguíamos la confrontación dialéctica.

 Fueron bastantes años entregados a la docencia. Empecé a desilusionarme, cuando nuevas generaciones empezaban el curso preguntando: ¿qué hay que estudiar para aprobar? Carecían de cualquier otra motivación- Y lo acabé dejando. ¿Sería también por el peso de los años?

Cuando recapitulo estas modestas experiencias docentes, dos cosas se me aparecen con toda nitidez:

*Es mucho más lo que aprendí de mis alumnos que lo que pude enseñarles a ellos.

*Lo que sabía de las materias que explicaba, era una minucia en comparación con la vastedad de conocimientos existentes sobre ellas. Me falta mucho por aprender. Y de esta pasión, -la del aprendizaje- no me he jubilado, ni creo que lo haga mientras viva.

Pedro Zabala Sevilla

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