¿PERO, HAY ALGUIEN QUE NO SEA INMIGRANTE

O DESCENDIENTE DE INMIGRANTES?

Si algo caracteriza más a la especie humana es su capacidad, quizá diríamos su vocación, por viajar. Más aún, por asentarse en nuevos territorios, distintos a aquellos en los que vió las primeras luces. Dicen que fue en África donde aparecieron los primeros humanos. Pero no se quedaron allí. El aumento de población o simplemente el afán de aventura por conocer nuevos espacios, llevaron a oleadas sucesivas de desplazamientos de población que acabaron asentándose en todos los continentes. Sea a orillas de los ríos buscando sus riberas fértiles para la agricultura, en praderas abiertas donde pastasen sus ganados, en islas remotas, al borde de los mares para recoger la pesca, hasta los lugares que nos pueden parecen más inhóspitos como los hielos polares o los desiertos más ardientes hasta allí llegaron emigrantes humanos, buscando nuevos suelos donde vivir, criar sus hijos y enterrar a sus muertos.

 

A veces eran migraciones pacíficas, buscando tierras deshabitadas. Otras se encontraron con otros pobladores que defendieron con sus vidas lo que ellos consideraban su tierra, y los forasteros acabaron o siendo rechazados o exterminando a aquellos indígenas o mezclándose con ellos dando lugar a nuevas etnias.

 

Si recordamos los orígenes y la historia posterior de nuestro continente, Europa, no podemos negar que somos fruto de mestizajes antiquísimos, pero que luego se trocaron en un desparramarse conquistador de los europeos en sus imperios y colonias en todo el planeta. Guerras, saqueos, crímenes, violaciones fueron los hitos de esa expansión europea. Como oí hace poco, Cristóbal Colón y sus tres pateras, llamadas también carabelas, están en el origen del descubrimiento y conquista de América por la civilización occidental. Desocupados, perseguidos y hambrientos cruzaron el Atlántico en frágiles naos en busca de la fama, de la libertad o de alimentos para llenarse el estómago. Poblaciones diezmadas, sometidas, semiesclavizadas, fueron la secuela de aquellas oleadas de migraciones violentas. De ahí brotó un mestizaje amargo, fruto más bien de la violación que de la coyunda libre y placentera. Con África se practicó una política parecida: las “potencias” europeas se repartieron este continente.

 

En los siglos XIX y XX se desarrolló el movimiento descolonizador. Emergieron nuevos Estados en el foro internacional y proclamaron su soberanía política. Claro que eso no acabó con su dependencia. El comercio internacional es la vía para ese nuevo colonialismo con acento económico. La actual globalización engendrada por el neoliberalismo triunfante está arruinando aquellos países. Y la fosa que separa los países ricos de la tierra de los empobrecidos se ensancha cada vez más. En muchos casos, la alianza corrupta y corruptora de las voraces empresas capitalistas y los despóticos gobiernos locales están llevando a sus pueblos a una ruina total.

 

Dentro de esta situación planetaria, ¿puede extrañar a nadie que innumerables personas, empujadas por el hambre, la opresión y el señuelo de una vida mejor emigren del Sur hacia el rico Norte?. ¿Con qué desfachatez nos oponemos neciamente a ese fenómeno imparable?. ¿Cuán desmemoriados somos que olvidamos que del Occidente emigraron hacia esos países millones de personas sin visados ni ninguna clase de papeles?. ¿Hasta cuándo nos pretenderán engañar afirmando que son ciertas leyes de extranjería las que provocan el fenómeno con su efecto llamada y que para frenarlo debemos negarles a esos inmigrantes sus derechos fundamentales y tratarlos como a ganado o como a cosas?.

 

Ciertamente, las emigraciones tienen un costo humano en sufrimiento y desarraigo que no puede desconocerse. Debemos tratar de mitigarlo. Llegan aquí y con dificultades, legales y de otra índole, empiezan a abrirse camino. Las remesas de sus ahorros son en bastantes casos la principal fuente de ingresos de sus países de origen. Pero además su estancia nos proporciona a los naturales de los países de acogida beneficios incalculables. Para empezar, mejoran la pirámide población: son más jóvenes y tienen más hijos. Aumentan, si ejercen legalmente un trabajo el número de cotizantes y alivian la carga de los pasivos al sistema de seguridad social. Y si sabemos acogerlos con generosidad y apertura nos traerán las ventajas indudables de una sociedad mestiza.

 

Esto me recuerda la imagen que presencié en una librería: salían los niños y niñas, en dos filas y cogidos de la mano, acompañados de sus profesoras. Con su alegre impaciencia, se apresuraban a salir y les dijeron que esperasen pues les íban a dar un regalito en una bolsa. Oí que la maestra decía de los dos primeros: éste es ucraniano y el otro georgiano; en medio contemplé los rostros de dos criaturas con indudables rasgos orientales; más allá, también divisé una negrita y algún magrebí. El resto, serían riojanitos de nacimiento. Mi corazón se esponjó: si sabemos integrarlos tan cordialmente como aquella estampa docente, nuestra sociedad será más tolerante y solidaria.

 

Claro que un aluvión de emigraciones incontroladas puede crear problemas y situaciones alarmantes. Necesitamos una política de extranjería que no pivote exclusivamente sobre medidas policíacas y de control. Para empezar un gobierno que sea mínimamente justo ha de tomarlas las siguientes medidas económicas y políticas:

-Cancelar la deuda externa, pero de manera inteligente, evitando que ese dinero que ya no paguen no vaya a los bolsillos de tantos gobernantes corruptos sino que sirva para el desarrollo de sus pueblos.

-Si somos partidarios del comercio libre, ir eliminando los aranceles que cobramos a los productos del tercer mundo.

-Practicar una ayuda al desarrollo de esos países con aportaciones públicas eficaces y promocionando  inversiones empresariales que respeten los derechos fundamentales de los nativos.

-Dejar de subsidiar productos occidentales de tal forma que la libre competencia juegue también en el comercio internacional.

-Dejar de vender armas, directa o indirectamente, a los países empobrecidos.

-Exigir a todos los gobiernos del Sur el respeto a los derechos humanos; claro que para ello hemos de empezar a practicarlos en nuestra propia casa. Debe acabarse la práctica occidental de apoyar tiranías que benefician a nuestras empresas.

 

Estas medidas son indispensables si de verdad queremos acabar con la primera causa de la emigración: el hambre. Puede que se juzguen utópicas. Y lo seguirán siendo mientras un solo voto de una persona concienciada vaya a un partido –llámese de derechas o izquierdas- que no las lleve a la práctica.

 

Además, claro, hay que tomar otras  medidas de inspección policial y laboral: la persecución implacable de las mafias que trafican con estas necesidades humanas. Ha de caer todo el peso de la ley sobre quienes, españoles o extranjeros, los transportan o quienes les explotan luego cuando han llegado a su destino.

PEDRO ZABALA

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