MIEDO AL MESTIZAJE

MESTIZAJE

Foto: Fundación Vicente FerrerLas sociedades opulentas de Occidente- es decir también la nuestra- están abocadas a cambios profundos en todas sus dimensiones cuantitativas y cualitativas. Más aún, llevan años produciéndose, aunque últimamente la velocidad de la mudanza se haya acelerado exponencialmente y lleva camino de incrementarse. Claro que hemos de tener cuenta que los intensos cambios que se producían anteriormente en Europa consistían en las migraciones -del campo a la ciudad, de unas zonas más atrasadas a las industrializadas y a las Américas sajona y latina- y en el progresivo envejecimiento de su población tanto por el descenso de la natalidad como por la prolongación de la esperanza de vida. En suma una sociedad de viejos ricos (lo cual no impedía la existencia de clases empobrecidas).

Hoy el panorama es vertiginosamente distinto: del Sur (que es África, la América latina, el Este europeo y Asia) nos van llegando oleadas crecientes de emigrantes acuciados por el hambre, la falta de trabajo, las guerras y las persecuciones. Nos ven como un oasis de paz, abundancia y seguridad. Y aunque haya mucho de espejismo en esa imagen, cuando nos ven y comparan su situación originaria con la que dejaron, se muestran decididos a trabajar duro, enviar ahorros a los familiares que dejaron en sus tierras de origen y, en muchos casos, a arraigar entre nosotros, a quedarse definitivamente.

Ese es -a mi juicio- el mayor reto al que se enfrentan las sociedades europeas. En mayor o menor grado y con distinto ritmo. Algunas, Alemania, Francia y Gran Bretaña llevan años experimentándolo. Otras, entre ellos la nuestra, se sienten ya sobrecogidas ante un alud creciente de recién llegados que empiezan a ser una parte alícuota importante del total de la población. La desorientación de gobernantes y de  pueblos se traduce fácilmente en miedo y odios. Varios factores se entrecruzan en estas reacciones. Simplificando mucho, diríamos que hay dos perspectivas contrapuestas paras afrontar esta nueva situación: la primaria, ve a los recién llegados, como OTROS, seres diferentes en nacionalidad, cultura, costumbres, hábitos, sociales, y en muchos casos con diferentes idiomas y religiones. La segunda, más reflexiva, los ve SEMEJANTES a nosotros, son seres humanos, con algunas diferencias, pero dotados de la misma dignidad y derechos fundamentales como seres humanos. En la primera postura, los Otros son una amenaza a nuestra forma de ser, un incordio, una fuente continua de alteraciones y discordias, cuando no semillero de delitos. Para la segunda, los emigrantes son seres necesitados, que no han venido por gusto, sino por necesidad, podemos abrirles los brazos, acogerlos con respeto y cordialidad. En una sociedad en que la primacía de la codicia económica es el valor imperante, los que llegan han de venir sólo en función del mercado de trabajo, para cubrir los puestos que los de casa no pueden o no quieren cubrir. Si variasen las circunstancias, sólo cabe expulsarlos. Reconocerles derechos plasmados en los famosos "papeles" es sólo en función de que haya trabajo para ellos y mientras dure. No nos engañemos, esa la postura dominante en los partidos políticos mayoritarios, estén en el gobierno o en la oposición, aunque unos la disfracen más hipócritamente que otros

Pero la realidad es mucho más terca y compleja. Los que vienen, con papeles y sin ellos, han de vivir en algún sitio, y buscan trabajo. Además son más jóvenes, procrean más. Se relacionan con las gentes de su alrededor, en las casas, en el mercado, en las calles, en los lugares de ocio, Demandan asistencia sanitaria, plazas escolares para sus hijos. ¿Qué hacer con ellos?. Caben soluciones dispares: Asimilarlos, que sean ellos los que adapten, que renuncien a sus raíces, a sus costumbres, que acepten las nuestras, que se amolden a nuestros sistema, volverlos invisibles a base de esa domesticación. Y hay una presión inconsciente y larvada en este sentido; como es silenciosa, alguno podría pensar que no existe, aunque a veces adopte formas violentas de intolerancia.

Otra reacción consiste en aislarlos en guetos separados del resto de la sociedad, que no nos perturben, allá ellos con sus cosas, que no nos rocen; son gentes sin civilizar, por eso lo mejor es pasar de ellos. Podemos incluso decir que somos muy tolerantes: a eso llaman multiculturalismo. El respeto a la pluralidad llevado hasta el extremo, ellos con su cultura sea cual fuere y nosotros con la nuestra. Estas dos posturas extremas se alimentan recíprocamente. Quien intenta asimilar provoca el rechazo, hace que los emigrantes se encierren herméticamente.

Claro que cabe y se da otra postura más humana, conocida con el nombre de mestizaje. Parte del reconocimiento de que todos somos seres humanos y que son más los factores que tenemos en común que los que nos diferencian. Cree en unos valores comunes, plasmados en los derechos humanos reconocidos internacionalmente. Y con arreglo a ellos juzga todas las culturas, las de los que llegan y la nuestra. Es más, del contacto con esos nuevos paisanos aprende a relativizar muchas cosas propias que creíamos intangibles. Degusta nuevas maneras, otros sabores, aprende el valor de la tolerancia basada en el respeto mutuo y en la afirmación de esa dignidad común. Ese mestizaje cultural puede dar lugar a una sociedad nueva, más humana, más fraterna, más abierta al futuro. Y cuando ese mestizaje espiritual se encarna en parejas multirraciales están abriendo las puertas a un porvenir en que las fronteras físicas y las simbólicas caigan ante una humanidad hermanada, donde la xenofobia y los odios seculares sólo aparezcan en los libros de historia.   

                                                              Pedro Zabala

 

 

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